Lector LXXIX
Figura inspirada en la cita de R.D. Cumming “Un buen libro no tiene final.”
No significa que sus páginas sean infinitas o que su historia nunca concluya en términos narrativos. Más bien, apunta a la capacidad que tienen los buenos libros de trascender su propia estructura formal y seguir viviendo en la mente, el corazón y la memoria del lector mucho después de haber sido cerrados.
Un buen libro deja una huella que no se borra fácilmente. Sus personajes, sus dilemas, sus enseñanzas y hasta sus silencios siguen acompañándonos, inspirando nuevas reflexiones, evocando emociones o incluso influyendo en nuestras decisiones. En ese sentido, un buen libro no termina cuando se llega a la última página; más bien, ese momento marca el inicio de un diálogo interior que puede durar toda la vida.
Además, algunos libros se convierten en espejos: los leemos una vez y nos dicen algo, pero al volver a ellos años después, con otra edad, otras experiencias y otra mirada, nos revelan nuevas verdades. Eso también hace que no tengan final: están vivos, cambian con nosotros, crecen con nosotros.
También puede interpretarse desde la idea de que un buen libro es una semilla. Una semilla de pensamiento, de imaginación, de inspiración. Germina en la mente del lector y puede dar lugar a nuevas ideas, a la escritura de otras obras, a conversaciones, a descubrimientos personales. Lo que comienza como una experiencia de lectura se convierte en algo más amplio y duradero: un ciclo sin final fijo.
Por eso, Cumming no exagera al decir que un buen libro no tiene final. Lo que le da esa cualidad es su poder para permanecer, para seguir actuando silenciosamente en quien lo ha leído. Y quizás esa sea una de las magias más grandes de la literatura: su capacidad de perdurar mucho más allá de las palabras impresas.







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